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El arte del médico El médico, el médico de veras, no es un científico, es un artista. Si al científico le importa la verdad y podría decirse que sólo eso le importa, el médico se empeña en hallar el camino al bienestar, al alivio.
2015-08-31 Naturalmente, el médico necesita de la ciencia y se sirve de ella. Su trabajo, no hay quien lo dude, cultiva conocimiento cotidianamente. Su meta, sin embargo, es otra. Cuando Paul Valéry se dirigió a los cirujanos que lo invitaron para abrir uno de sus congresos, el poeta los llamó "ministros de la voluntad de vivir". Hay en ustedes, les dijo, "un artista en estado necesario". Su materia no es el lienzo o el mármol sino la carne viva.

El cirujano es un artista, dice Valéry, porque "su obra no se reduce a la ejecución uniforme de un programa impersonal de actos". Quien interviene el cuerpo para sanarlo no puede actuar como el mecánico en la línea de producción. En la receta, la cirugía o la terapia está el paciente único, irrepetible y la inteligencia imaginativa del doctor.

Pienso en el artista que hubo en Oliver Sacks, muerto hace unas horas. Artista por cuenta doble: primero como neurólogo, después como escritor. Tal vez haya sido una empatía literaria lo que le permitió imaginar la vida de los otros, sentir la experiencia interior de sus pacientes. Sacks se acercaba así a sus pacientes, simultáneamente buscando el tratamiento y la evocación: el dictamen y el relato. El diagnóstico del neurólogo es, necesariamente, un retrato. La enfermedad se disuelve como abstracción para ganar vida. Los ensayos de Sacks pueden leerse como relatos fantásticos: cuentos de la confusión más profunda, de la desmemoria más severa, de los talentos más sorprendentes. Diagnósticos que son ensueños: los colores se huelen, las personas se convierten en cosas, lo ido puede verse todavía. En uno de sus grandes maestros, el neuropsicólogo A. R. Luria, encontró la capacidad para transformar la ciencia en poesía.

La ciencia se convierte en arte porque no hay asomo de generalización en sus oficios. El paciente, lo sabe bien, es único, irrepetible. Podrá haber nombre que describa un malestar pero la experiencia que vive un paciente es sólo suya. Ahí es donde se abrazan el novelista y el terapeuta porque cada uno, por las necesidades peculiares de su oficio, esculpe a un personaje. Incapaz de aprobar un examen de opción múltiple, torpe para reconstruir una teoría, el doctor recuerda vivamente a cada uno de sus pacientes.

Nada le irrita tanto como esa medicina impersonal que trata a las personas como portadoras de una enfermedad, no como personas. Nada tan lejano a sus escritos como los manuales de diagnóstico estadístico. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, defiende este deber clínico de proceder narrativamente. Hacer cuento, historia de los padecimientos de un paciente: tocar así a la persona, al individuo real, al hombre o la mujer de carne y hueso. Escapar del qué que enferma, ese trastorno abstracto que corroe el pulmón para hablar del quién que lo padece.

Oliver Sacks pudo publicar su autobiografía pocos días antes de saber que su vida llegaba al fin. Por fortuna, esas memorias no tienen el sello de la urgencia, la tonada de las despedidas. Fue ahí, en su último libro, donde abrió públicamente su intimidad. Recuerda en ellas el momento en que su madre al saber de su homosexualidad, le dijo: "eres una abominación. Ojalá no hubieras nacido".

Súbitamente, el hijo preferido se convirtió en una vergüenza familiar. Sacks lo recuerda con dolor pero sin resentimiento: todos somos hijos de nuestro tiempo, de nuestra crianza. Mi madre, advertía, nació a fines del siglo XIX, su familia era profundamente conservadora. Y la sexualidad sigue siendo, como la religión y la política, fuente de irracionalidad para la gente más sensata. La empatía del novelista, del médico, del sabio.

Al enterarse que el cáncer lo llevaría en poco tiempo a la muerte, escribió en el New York Times: "No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y algo he dado a cambio; he leído, y viajado, he pensado y he escrito. He tenido relación con el mundo, esa relación especial que se puede tener como escritor y lector. Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura". Una vida bien vivida.

W. H. Auden, quien admiró su primer libro sobre la migraña supo ver en él a un artista porque entendió que la medicina es el "arte de seducir a la naturaleza".


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